Sabíamos que había concretado la fecha de su muerte con Satán, pero no la compartió con nosotros, así que la noticia nos ha dejado devastados. Ya no habrá más canciones de Robe Iniesta, que eran flores en el páramo. En estos momentos ni siquiera podemos estar seguros de que vaya a despertar la primavera el próximo año.
Encima, Robe se ha marchado un día después de otro músico imborrable e ingobernable, Jorge Ilegal. Debería estar prohibido que dos gigantes mueran tan seguido, porque ya están en peligro de extinción, no podemos permitirnos perderles a este ritmo. A ambos les vimos en La Fuensanta hace muy poco y entonces ya advertimos, tras el concierto del extremeño, de que había que guardar un trozo de aquel césped malherido para exponerlo en un museo. Supongo que nadie me hizo caso, aunque puede que no haga falta. Nos hemos levantado con la tragedia y de inmediato hemos viajado a aquella noche. A todas las noches de rock transgresivo y pedrás de nuestras vidas. Ya no está y, de repente, nos hemos dado cuenta de que su obra está en todas partes y en todo el mundo, incluso de los que reniegan. Porque las flores de Rober, sus canciones, también brotaban entre los pliegos de piel más pedregosos.
Extremoduro cogió a Machado y lo llevó a los billares y al parque, donde estábamos los que nos saltábamos horas de instituto, para que nos pudiéramos empapar de poesía y calimocho. Cantar Agila a grito pelado era cantar amistad y libertad. Nos hicimos mayores con unos versos que llamaban a las cosas por su nombre y arrebataban al amor galante el lirismo que había confiscado. Conocimos mejor a los marginales y a los salvajes y pasamos de tenerles miedo a tenerles envidia, porque ellos tenían el privilegio de no llevar corbata y podían elegir si esa mañana les apetecía lavarse la cara, mientras nosotros nos levantábamos cada día con el puñetazo de una persiana levantada de golpe.
Extremoduro pasó varias veces por Cuenca y con ellos la leyenda de Robe, tan genio como bala perdida. Cuentan que en una de las famosas pausas de sus conciertos se escapó de la Plaza de Toros y se fue al Topoba. Desde hoy la anécdota es canónica y, que ocurriera o no, ya carece de importancia.
Extremoduro nos acompañó durante muchos años y en los bares, cuando sonaban, era perceptible que había una generación marcada por los himnos de Robe. Compartimos muchas canciones, pero esto es otra cosa: la sensación de ser acero templado por la misma forja.
Crecimos y les dejamos un poco de lado, porque nos han adiestrado para aparcar las cosas que nos hacen felices de jóvenes. Sin embargo, de vez en cuando había escuchas clandestinas que eran viajes en el tiempo para volver a revolcarnos en el césped del parque mientras escuchamos la cara A de Deltoya en el cassette.
Fue entonces cuando llegó la segunda venida de Robe. Con la sabiduría que le dio el fracaso, regresó con algo distinto, pero que seguía siendo tan inimitable como lo que hacía Extremoduro, que se pasó la vida dejando en evidencia a los imitadores. Tras esta transformación, aclamada por la crítica, Robe nos ofrecía unas letras más maduras y un espectro musical más amplio. Sobre las utopías muertas y enterradas, nos invitó a coger sus cadáveres de la mano y avanzar junto a ellos a ritmo de guitarras distorsionadas y violines.
Dos veces vimos en Cuenca estos conciertos que eran misas en las que había cabida para las viejas escrituras, que nos reconciliaban con el adolescente del que habíamos renegado y nos recordaban algo que hemos escuchado tantas veces que nos empeñamos en olvidarlo: el momento es ahora; pero también había nuevos mensajes, algunos de vital importancia, como el que nos dejó en su último disco: el poder del arte nos puede salvar. Sencillo, pero suficiente para agarrarnos a algo ahora que el mundo arde.
Aquellas ceremonias de rock en La Fuensanta hoy ya son historia de la música. Si encima, a tu lado, estaban tus amigos del parque, los que se hacían gorra contigo en las clases de Educación Física, entonces fuiste doblemente afortunado.
Referente de infinidad de músicos de todas las tribus, hace mucho tiempo que dejó de ser tabú decir que Robe Iniesta era uno de los grandes compositores de la música española. Hoy lo podemos leer en mayúscula en toda la prensa que se hace eco de esta pérdida, Al que escribe estas líneas la cayó hace un año alguna colleja por decir que, más pronto, que tarde, en España hablaríamos de Robe con la misma admiración con la que se habla en el mundo de Bob Dylan. Ese día hay llegado y, joder, prefería un Robe vivo a tener razón de esta manera tan dolorosa. Hemos tenido que rompernos todos para verlo.
Vuela alto, Robe..
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