En este agujero desde el que escribo solo tenemos libros del Val bueno, que es Alberto Val, que a su vez no es el Alberto Val que hizo carrera en el balonmano profesional, sino el expeditivo central del San José Obrero y periodista fundador de El Deporte Conquense que está a muy poquitos pasos de triunfar en el mundo de la novela negra. Por lo tanto, no comentaremos si el polémico Juan del Val merece o no el Premio Planeta. Al fin y al cabo, cada empresa es libre de remunerar a sus empleados como quiera y si en Atresmedia han cogido la costumbre de recompensar cada año con una paga extra de un millón de euros a uno de ellos, bienvenida sea la idea y ojalá cunda el ejemplo.
Lo que me ha obligado a aparcar las cosas importantes para dedicar unas líneas al colaborador de El Hormiguero ha sido su discurso tras recibir el premio. En concreto, el momento en el que defiende que “se escribe para la gente y no para una supuesta élite intelectual”. No se me ocurre una manera más sutil de llamar idiota a los lectores, por presuponer que su nivel da para lo que da y, al mismo tiempo, reprochar a otros autores que intenten escribir obras que exigen un mayor esfuerzo a su destinatario. Por no hablar de la costumbre de utilizar la palabra intelectual como insulto, a la que quizás dedique unas líneas otro día.
Es curioso que a la literatura y al cine se les exija una sencillez que no se pide en otras materias. Cuando comes en un restaurante, si el plato principal es una tortilla francesa, no felicitas al chef por cocinar para la gente y no para una supuesta élite gastronómica. En los videojuegos también se agradece que haya cierta complejidad para poder disfrutar del producto durante un tiempo. Y en las tertulias, campo de juego del polémico Juan del Val, son frecuentes las críticas al bajo nivel de los políticos, que también podrían agarrarse a eso de que ellos gobiernan para la gente y no para una élite. Bueno, en este caso el ejemplo igual no nos vale.
Sí que tiene razón el polémico Juan del Val en su discurso al decir que comercial y calidad no son conceptos opuestos, pero tampoco son sinónimos. La hamburguesa de McDonalds se vende más que una hamburguesa de Vibra Burger, pero cuando uno prueba la segunda, la primera le parece la suela de la bota que se zampaba Charlot en La Quimera de Oro. Hay ejemplos de creadores comerciales y de calidad, como Steven Spielberg, pero las listas de ventas de libros, películas y éxitos musicales están copadas por productos que no han llegado ahí por su excelencia, sino por una maquinaria de publicidad, marketing y algoritmos bien engrasada con billetes.
Pero lo peor del discurso, insisto, es ese insulto a un lector al que le estás diciendo que no intente leer a Pío Baroja o Virginia Woolf, que se conforme con los neofolletines románticos e históricos de 500 páginas de Planeta. Prefiero imaginar la literatura popular como un recibidor en el que el lector puede sentirse cómodo, pero que invita también a ir a conocer otros lugares de la casa, aunque para llegar a ellos haya subir una escalera. Seguramente Victor Hugo no escribió Los Miserables para la élite, sino para las clases populares que describe. En aquellos momentos la mayoría de estos parias de la tierra no sabían leer, pero él albergaba la esperanza de que un día pudieran hacerlo.
En las tertulias que frecuenta el polemista galardonado con el Planeta se escucha mucho hablar de la cultura del esfuerzo, sobre todo para criticar a los jóvenes y a un sistema educativo señalado por bajar el listón con medidas entre las que está, precisamente, la retirada de algunas lecturas obligatorias por su complejidad. ¿Por qué defendemos entonces una literatura, un cine y una televisión que no nos haga pensar? ¿Por qué se le pide a los autores que escriban para gente que no quiere pensar? Si tus escaparates están llenos de productos para no pensar, lo lógico es que al final la gente no piense.
No a incitar a la gente a que no piense. Sí a la cultura popular. No a creer que hay una cultura inabordable para el pueblo. Y, definitivamente, sí a las pagas extras de un millón de euros. Con eso tienes para unas cuantas hamburguesas de Vibra, Juan. Pruébalas y después polemizamos sobre lo comercial y la calidad.
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