Semana Santa

Calvarios compartidos y lección de vida en Viernes Santo

Cuando todavía no éramos conscientes de lo que se acababa de vivir en El Salvador, en San Esteban ya se arremolinaba la gente. Lejos quedaba el sonido de tambores, clarines y yunques cuando, poco antes de la una de la tarde, los Santísimos Cristos del Perdón y la Salud salían a la calle y nos ponían los pies en el suelo. Profecía y cumplimiento de lo que se avecinaba.

Exaltación y Descendimiento recorrieron solos la calle de las Torres, que se iba llenando de viandantes según se acercaba al convento de las concepcionistas franciscanas. En él, desde el sábado de pasión aguardaba en su interior la Virgen de las Angustias, esperando su día grande.

El Cristo Descendido les esperaba ya en la Puerta de Valencia, saludando con el debido respeto y protegiendo del dolor a la Virgen de las Angustias. Pero la Madre, solemne, sabía cuál era su lugar y se puso a la cola del cortejo, acompañada de centenares de nazarenos y testigos.

Dos horas después de la salida de San Esteban y bajo un sol cada vez más fulminante, Cristo de Marfil, Agonía, Lanzada y Cristo de la Luz se unen al desfile, completando una comitiva que habla al público de dolor de todo tipo. De calvarios literales y metafóricos, personales y universales. Cortos y eternos.

El dolor de sentirnos pequeños y frágiles en comparación con el resto sin ser conscientes de nuestro verdadero valor. La agonía de ver sufrir a un ser querido sin poder hacer nada para evitarlo. Las lanzadas verbales que nos atraviesan los sentimientos y nos hacen sangrar el alma. El cansancio físico y mental que nos frena pero no podemos evitar. La angustia de haber perdido a un familiar, sobre todo en estos dos malditos años. El calvario de los banceros que llevan el literal peso del Señor sobre sus hombros. La frustración de nazarenos que intentan hacer cumplir el orden procesional.

Pero todo dolor y todo calvario ofrece descansos, como es la llegada a la Plaza Mayor, que recibe con los brazos abiertos a todas las hermandades. Una a una van llegando y colocándose en sus borriquetas. La maniobra dura alrededor de una hora, siendo la Madre la última en llegar. Pero ¿qué madre que se precie no va detrás de sus hijos y se preocupa de que lleguen bien a su destino? Por eso mismo, por aguantar esa pesada carga en su pecho, la Madre de Cuenca recibe un lugar de cobijo privilegiado en el Obispado, arrullada por la marcha que lleva su nombre: Nuestra Señora de las Angustias Coronada de Cuenca.

Casi a las cinco de la tarde el cortejo empieza el descenso, avisando con campana e incienso la muerte de Cristo. Cada vez más hermanos rellenan las filas de las hermandades y cada vez más viandantes conquenses, nacionales y foráneos son testigos de la Pasión.

Al igual que sucede cuando algo nos duele o nos aflige y nuestros seres queridos nos brindan palabras de apoyo, el Coro del Conservatorio ofrece sus voces para paliar el dolor de un moribundo Jesucristo y una devastada Virgen María. Y, al igual que no todas las palabras sirven para todo el mundo, no todos los cánticos sirven para todas las imágenes. Además del “Miserere” que todo conquense conoce, los pasos de la Agonía necesitaban un “Oh Jesu Christe” de Van Berchem y la Virgen de las Angustias un “Stabat Mater”.

Una vez escuchados los bálsamos del coro, el cortejo continúa su solemne desfile por las curvas de la Audiencia. Bajando, al igual que subieron, de manera elegante y magistral, enseñando como nadie más a sobreponerse al dolor y la pérdida. Además, la llegada de las nubes y el avance de la tarde hacen que el calor sea cada vez menor, permitiendo al cortejo respirar con tranquilidad y despacharse a gusto. Otra vez, una tregua para los malos sentimientos.

Carretería es testigo de un muestrario de cruces que se erigen y caen, en una imagen icónica que nadie había olvidado y que estaban deseosos de recordar. El desfile se recrea con su paso lento porque no quiere llegar a San Esteban, porque sabe lo que se avecina. Cristo ha muerto en la cruz y con él morirá la procesión. Pero, en otra demostración de lo que es la vida, siguen hacia adelante.

La Exaltación homenajea a su exdirectivo Luis Vieco momentos antes de finalizar su desfile. Y, con esta despedida, el cortejo se va separando. Diferentes bandas y coros despiden a las imágenes en sus iglesias de origen intentando alargar sus últimos momentos en las calles de Cuenca. Cristo ha muerto y no lo quieren reconocer, pero la marcha procesional ya lo avisaba: El dolor, pese a ser intenso, acaba y la vida continúa. Y, sobre todo, la muerte no es el final.

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