En el idílico pueblo de Huerta de la Obispalía, enclavado en las profundidades de Cuenca, el calendario religioso se convierte es un pilar que marca el ritmo de la vida de sus habitantes y hay una celebración que destaca por encima de las demás; unas fiestas que trascienden lo común por su profundo significado y arraigo en el corazón de los lugareños: el día consagrado a la Virgen de la Fuensanta.
El aura festiva envuelve las calles del pueblo en la víspera, tiñendo el aire con la emoción palpable de los devotos. Es entonces cuando, a las 6 de la tarde, se inicia la procesión, un desfile piadoso que acompaña a la sagrada imagen de la Virgen. La devoción se viste de voluntariado, y entre relevos fervorosos, la figura es llevada en hombros desde la iglesia principal hasta su ermita, un trayecto que abarca aproximadamente un kilómetro y medio. Una peregrinación cargada de fe y tradición, donde los corazones laten al unísono al compás de cada paso.
La ermita, testigo silente de incontables generaciones, abre sus puertas para recibir a la Virgen de la Fuensanta en su día de gloria y para dar paso a las fiestas en su honor. Es allí donde el pueblo se reúne en comunión, presididos por el cura de la parroquia, para celebrar la eucaristía. Tras la liturgia, un gesto que destila altruismo y fraternidad: el reparto de la caridad. Una humilde rosca de pan, esencia de subsistencia, adornada con granos de anís y un rincón de aceite, se convierte en la ofrenda que rememora tiempos inmemoriales. Esta antigua costumbre, impregnada de amor al prójimo, busca aliviar en la medida de lo posible las penurias de los menos afortunados.
La paz que sigue al ritual religioso es interrumpida por la algarabía de los vecinos, quienes se congregan en los alrededores de la ermita. Es un momento sagrado para el reencuentro, un lapso donde las sonrisas se entrelazan en abrazos afectuosos entre aquellos que, en la rutina diaria, no suelen cruzar sus caminos. La fiesta se convierte en el pretexto perfecto para reunirse con familiares y amigos de toda la vida. Las manos se llenan de vasos rebosantes de la bebida de zurra brindada por la organización, mientras el paladar se regodea con el sabor de la caridad compartida.
Entre los murmullos de la concurrencia, las historias emergen como estrellas en la noche. Los más ancianos, depositarios de la memoria viva del pueblo, se reencuentran con anécdotas de antaño. Los recuerdos fluyen como un río inagotable, tejiendo un tapiz de vivencias que enriquecen el legado de Huerta de la Obispalía.












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