Vivimos en una época donde la imagen, la apariencia y lo superficial parecen dominar la conversación social y mediática. Las redes sociales, la publicidad y la cultura de la inmediatez nos empujan a valorar lo que se ve, lo que brilla, lo que puede compartirse en un instante. Sin embargo, esta “imagen sin fondo” es una irrealidad peligrosa: nos separa de lo esencial, de lo que verdaderamente sostiene la vida y la sociedad. Cuando olvidamos que lo básico es lo esencial, corremos el riesgo de construir sobre vacío, de perder el sentido de comunidad y de propósito.
La despoblación, entendida como la disminución sostenida de habitantes en un territorio, muestra una realidad cruda y sin adornos: la de pueblos y regiones que pierden vida, servicios y tejido social, quedando expuestos a la soledad, el aislamiento y el envejecimiento de su población. Este fenómeno, lejos de idealizaciones o mitos, revela la auténtica consecuencia del declive demográfico y económico, con impactos visibles en el paisaje y en la vida cotidiana de quienes permanecen. Así, la despoblación pone de manifiesto la realidad desnuda de un territorio que se vacía, evidenciando tanto sus causas estructurales como la urgencia de respuestas políticas y sociales.
Una imagen sin fondo es como una fachada sin cimientos: que puede impresionar a primera vista, pero que carece de la solidez necesaria para perdurar. En el plano social, se traduce en relaciones superficiales, proyectos efímeros y una desconexión creciente entre las personas y el entorno. Esta irrealidad fomenta el individualismo y debilita los lazos comunitarios, lo que a largo plazo contribuye a la fragmentación y el deterioro social. En contraste, lo esencial permanece cuando se apaga el ruido exterior: la familia, la comunidad, la naturaleza, el trabajo digno, la alimentación, la vivienda, la educación y la salud. Elementos básicos que, aunque a menudo invisibles en la vorágine de la imagen, sostienen la vida y permiten el desarrollo humano.
La brecha entre el mundo urbano y el rural es uno de los síntomas más claros de esta “imagen sin fondo”. Las ciudades, en su afán de modernidad, han olvidado demasiadas veces sus raíces rurales, mientras que el campo ha sido marginado y despoblado. Y es en este punto, donde la integración urbano-rural representa una oportunidad única para recuperar el equilibrio y volver a lo esencial.
La ciudad necesita del campo: para alimentarse, para respirar aire limpio, para reconectar con la naturaleza y con los ritmos vitales. El campo necesita de la ciudad: para acceder a servicios, innovación, cultura y oportunidades de desarrollo. Promover, por tanto, la integración urbano-rural significa tender puentes, crear redes de cooperación, valorar la diversidad de ambos mundos y reconocer que se complementan y se enriquecen mutuamente, supone crear un camino que nos invita a mirar más allá de la superficie, a valorar lo que sostiene la vida y a construir un futuro con raíces profundas y horizontes abiertos.
Ejemplos como los pasillos verdes y la renaturalización urbana que transforma zonas marginales en espacios inclusivos, el impulso de los mercados de kilómetro cero que conectan productores rurales con consumidores urbanos, ciudades que pagan a pueblos por conservar ecosistemas que proveen servicios esenciales, reconociendo la interdependencia entre territorios, planificaciones energéticas que conectan pequeñas comunidades con una gran ciudad, o gestión del agua compartida para asegurar el abastecimiento en aquellos lugares que carecen de infraestructuras actualizadas. Estamos en un momento en el que para avanzar se hace necesario compartir e integrar y solo así, recuperando el sentido de lo esencial, podremos crear una sociedad más fuerte, más auténtica y verdaderamente sostenible.
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