En las tierras despobladas de Cuenca vuelven a escucharse los cencerros, no ya como simple costumbre pastoril, sino como evocación de una memoria compartida que encuentra en el teatro comunitario una forma de resistir al olvido. Ayer, en Fuentelespino de Haro, la representación de La Iranzada convirtió las calles en escenario vivo, mostrando una historia que enlaza las raíces del pueblo y que con la perspectiva del desarrollo despertó en mi conciencia, la evocación de los grandes retos que hoy enfrentan las zonas rurales.
La figura que guía este recorrido es Miguel Lucas de Iranzo, nacido en la cercana zona de Geliberte, que llegó a ser Halconero Real y Condestable de Castilla. Bajo su estampa legendaria se viaja por siglos de vida cotidiana, de oficios y tradiciones que marcan la identidad del municipio. El relato se abre con la memoria de la epidemia de peste que, en su día, golpeó con crudeza a la población y dio origen al “Doble Corpus”, rito religioso que aún se conserva con particular fuerza y que se celebra cada 27 de octubre en un recorrido de altares vestidos de artesanía litúrgica y de ganchillo.
En la sucesión de escenas aparecen los mesoneros, las lavanderas en el río, la posada, las panaderas y su faena diaria, la matanza como encuentro comunitario, el sonido del yunque del herrero, los bailes de los años cincuenta, cuando la plaza se llenaba de música y juventud y también de carabinas. Ayer se llenó de nuevo hasta las 3 de la madrugada, hora en la que el pueblo allí reunido y con sumo respeto marcó su retirada.
Ni los gatos daban crédito a lo que estaba sucediendo en estos días de agosto y en esta última escena de la madrugada antes de cerrar el telón. Y es que el pueblo de Fuentelespino de Haro cuando se concentra puede ser ruidoso y festivo porque le brota la alegría por la satisfacción del encuentro, pero siempre es respetable y respetuoso en convivencia y eso siempre es de agradecer para quien allí decide instalarse. Aunque la vida son cuatro días, en este municipio dan mucho de sí y cuando el tiempo nos marque la hora final, habrá que elegir: si desde Madrid al cielo, o patentar de Fuentelespino de Haro, al paraíso. Porque es así.
Retomando la secuencia del acto, tampoco se olvida la obra de una de las costumbres más controvertidas del pueblo: la cencerrá, esa especie de escarnio público que, entre ruido de cencerros, se dedicaba a quienes contraían segundas nupcias. Una práctica que, vista con ojos de hoy, refleja el papel subordinado de las mujeres y las duras formas de control social a las que estuvieron sometidas. La obra le da un punto de picaresca manchega y de jolgorio festivo que reproduce lo que ya no es y que sin embargo fue. Afortunadamente, hay tradiciones que se desechan para bien, porque no todo sirve y más si hay ofensa.
Precisamente en este sentido abro una reflexión mayor: España ha avanzado en derechos y en la dignidad de la mujer, que pasó de ser objeto de burla o silencio forzado a convertirse en auténtico motor económico, sosteniendo durante generaciones oficios que, además, con el tiempo empezaron a ser reconocidos y remunerados. En este contraste pude percibir como espectadora, cómo la memoria de las tradiciones no es solo una recreación pintoresca, sino un espejo que muestra cuánto se ha transformado la sociedad y cuánto queda todavía por alcanzar en igualdad y oportunidades.
Lo vivido ayer no solo fue un viaje al pasado. Su representación al aire libre, con la participación entusiasta de los vecinos, es también un acto de presente y de futuro. La obra evidencia el poder del teatro comunitario para reforzar la cohesión social. Revivo hoy la necesidad de un paso más allá para los pequeños pueblos y lanzó una voz social y un mensaje de esperanza por el que el medio rural no solo debe ser recordado, sino habitado, impulsado y sostenido. Que ya tenemos septiembre a la vuelta de la esquina y hay mucha tarea por hacer.
Vivimos, además, un tiempo de cambios profundos. Los oficios tradicionales se transforman y otros corren el riesgo de desaparecer. Del mismo modo que antaño la modernización desplazó costumbres, hoy la digitalización, la automatización y la globalización replantean la manera de trabajar y de producir. Esa transición exige preparar a nuestros pueblos para la nueva era del empleo, el emprendimiento y la atracción de empresas innovadoras que puedan enraizar en el territorio.
Así, la función de ayer y ya que me pongo a imaginar, puede ser interpretada como una auténtica cencerrada simbólica lanzada a los poderes públicos: un toque de atención para que se apueste con decisión por la formación, por la equidad de oportunidades y por políticas que frenen la sangría demográfica del campo. La cultura y la memoria se revelan aquí como aliadas del desarrollo, como cimientos sobre los que construir alternativas para el asentamiento de población en entornos donde aún laten fuerza, talento y creatividad colectiva.
En Fuentelespino de Haro, la comunidad se reunió para hacer teatro, pero lo que brotó en mi fue un sentimiento que todavía estoy masticando y que va mucho más allá de una obra: la reivindicación de una tierra que exige futuro. No es un sueño, con inversión y fiscalidad protegida es posible marchar.
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