El transporte público de nuestra región desaparece, y, con él, los vínculos con la tierra. Desde hace años observamos cómo se reducen las conexiones entre localidades rurales, hasta eliminar los servicios por completo. Desde los despachos, todo son números: si es rentable, se mantiene —aunque sin inversión ni mantenimiento real—; si no, se cierra, alegando falta de uso. Pero el objetivo es claro: fomentar el desarraigo, que dejemos de usar esos servicios, que no volvamos al pueblo, que nos desvinculemos, hasta que no nos importe que, donde jugábamos de pequeñas, hoy se instale una macrogranja.
Nos venden estas instalaciones como oportunidades laborales. Nos dicen que los olores, los purines o el agua contaminada no son para tanto. Pero todo es mentira. Las macrogranjas no representan desarrollo, sino extractivismo. En muchos pueblos ya se bebe agua embotellada, porque la contaminación ha hecho inutilizables los acuíferos. Se cierran pequeños comercios; se empuja a las mujeres de vuelta a la casa, sin alternativas laborales. Cambia la dieta, empeora la salud y entramos en un círculo de consumo y dependencia tóxica.
En la historia —reciente y pasada—, las mujeres han estado al frente de la defensa del territorio. No desde lo romántico o nostálgico, sino desde la acción concreta. Por eso es urgente dar espacio al ecofeminismo: una mirada crítica al sistema patriarcal y capitalista, que sitúa la vida y los cuidados en el centro. Las mujeres rurales han sufrido una doble invisibilización: en los cuidados y en las tareas agrarias, físicas y duras, muchas veces sin salario, consideradas solo como ayuda al trabajo “real”, ese históricamente asociado a los hombres.
La agricultura intensiva, basada en maquinaria y producción para la exportación, deja atrás la sostenibilidad y la calidad. Prioriza el beneficio empresarial sobre el bienestar colectivo. Alimentos que recorren miles de kilómetros, envueltos en plástico, vendidos en grandes superficies, mientras se destruye lo local y lo natural.
Vivimos desconectadas de la tierra, caminando sobre cemento, asfalto, baldosas. La explotación del planeta y de los cuerpos de las mujeres sigue patrones paralelos: invisibilización, subordinación, violencia estructural. El agronegocio industrializado está en manos de grandes empresas que dejan al campesinado tradicional atado de pies y manos, incapaz de competir. Nos prometen empleo y prosperidad; nos dejan precariedad, contaminación, malos olores y pueblos vacíos.
Mientras tanto, animales hacinados, dopados, contaminan acuíferos… y todo para exportación. Otros países abandonan este modelo. Aquí, lo sufrimos: ellos comen jamón; nosotras, las consecuencias.
Frente a todo esto, colectivos como Pueblos Vivos, en Castilla-La Mancha, luchan con propuestas desde la agroecología, la economía de los cuidados y la soberanía alimentaria. No se trata de romantizar el campo, sino de reclamar derechos, recursos y políticas. No queremos homenajes vacíos ni fotos de portada. Queremos alternativas reales al colapso.
Porque lo que está en juego no es solo un autobús, una parada o una línea. Lo que se nos cae es la posibilidad de habitar los territorios con dignidad, con vínculos, con soberanía. Ante un sistema que arrasa, contamina, expulsa y disfraza su violencia de progreso, las mujeres rurales sostienen la vida sin ser reconocidas.
Y por eso, ahora más que nunca, hay que cuestionar las bases del sistema.
ÚNETE AL CANAL DE WHATSAPP DE ENCIENDE CUENCA
SIGUE A ENCIENDE CUENCA EN GOOGLE NEWS
MÁS ARTÍCULOS DE LA AUTORA